Era un día común cuando le envié a mi esposo esta foto, mostrándome con el caballo de nuestro vecino. No pensé mucho en ello.
Había estado ayudando en los establos durante un tiempo, y este enorme caballo negro se había convertido en mi favorito. Se llamaba Thunder y era amable a pesar de su tamaño.
Pero cuando mi esposo vio esta foto, todo cambió. Hizo zoom, analizó la imagen una y otra vez, y luego llegó su mensaje—frío e inesperado.
“Quiero el divorcio.”
Al principio, pensé que era una broma. Pero luego me llamó. La ira en su voz era palpable.
“¿Cuánto tiempo ha estado pasando esto?” me exigió.
“¿Qué? ¿De qué estás hablando?” Estaba confundida.
“La sombra,” escupió. “La sombra en tu espalda, no me mientas.”
Fue entonces cuando me di cuenta de lo que había visto.
La sombra de la cabeza y el cuello de Thunder había proyectado una figura oscura sobre mi espalda, una que se parecía inquietantemente a la silueta de un hombre parado detrás de mí, con las manos alrededor de mi cintura.
En ese momento, entendí lo que pensó. Para él, parecía que no estaba sola.
No importó cuántas veces traté de explicarle que simplemente era la sombra del caballo, él se negó a creerme. Su mente ya estaba hecha, y ninguna cantidad de razonamientos pudo cambiarlo. La imagen había jugado una mala pasada, distorsionando la realidad lo suficiente como para hacerle dudar de todo. No era solo la foto; era su confianza la que se había roto en ese fugaz momento de ilusión. A partir de ahí, empezó a cuestionar qué era real y qué no lo era, y nada de lo que dijera podría deshacer el daño ya hecho.
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